La guerra de los clones

(O reflexiones somnolientas en torno al gusto, la identidad y Games of Thrones)

Todos somos producto de la influencia del entorno, todos sin excepción. Nuestro modo de pensar, lo que deseamos, la manera de vestirnos, las amistades que mantenemos o descartamos, los programas que vemos y lo libros que (no) leemos, etc. Nada escapa de la influencia de la sociedad en las decisiones de cada uno de nosotros y en lo que nos gusta.

Nada de esto es novedad, la influencia de la estructura social en el gusto, ha sido materia de estudio por investigadores de la talla de Bourdieu o Foucault: El gusto aglutina, discrimina y, sobre todo, «crea» identidad. Somos lo que nos gusta y (especialmente) somos lo que odiamos. Basta poner algo de  atención a nuestras conversaciones cotidianas, aguzar el oído en el bus o leer lo publicado en todos los instrumentos mediáticos que actualmente tenemos a nuestra disposición, para darnos cuenta que en la sociedad notablemente marcada por el consumo en la que vivimos, lo que «compramos», es lo que nos define.

Si esto lo llevamos al plano cultural, el problema (científicamente hablando) es que lo  «comprado», a través de una volición lógicamente basada en nuestros gustos, no es otra cosa que un conjunto de productos elaborados para estandarizar nuestras referencias culturales, valga la redundancia. Desde que existe la primera revolución industrial, ése ha sido el objetivo, no estamos diciendo nada nuevo. La variable que actualmente amplifica la cobertura de todo el proceso es la capacidad multimediática de creadores de estos contenidos, que invaden todos los espacios posibles con el mismo mensaje tendencioso: «Esto es lo bueno»; y que son refrendados, cual misioneros esforzadamente aplicados, por quienes los consumen.  De esta manera se crea una categoría de lo socialmente aceptable, a lo que todos nos plegamos, sin el menor viso de reflexión en torno a ello.

Puede ser el último capítulo de «Game of Thrones», la última sesión de lucha de la UFC o la disposición de comidas en un «food court» , son productos que desde su concepción tienen la finalidad de gustar a casi todos, o por lo menos a la mayoría. Quienes no caen bajo el influjo marketero, no caen subyugados por el supuesto encanto de su belleza y señalan tal objetivo, son etiquetados como «haters» que no saben apreciar lo que es bueno. Y es que antes el entorno cercano era el espacio donde se definía la pertenencia a través del gusto, ocupando las influencias externas un segundo lugar; ahora, como es obvio, los roles se invirtieron.  Son los referentes que encontramos en los medios audiovisuales y, especialmente, en las (erróneamente) llamadas «redes sociales»,  quienes orientan nuestras decisiones en cuanto a lo que nos gusta y lo que no, encontrando allí muchas cajas de resonancia que se retroalimentan constantemente y nos machacan que estamos en el camino correcto, que nuestros gustos son los adecuados y que los que disienten, están equivocados y lo único que buscan es desestabilizar el sistema. Hemos llegado al extremo de constituir nuestra identidad sobre lo que consumimos, que cualquier crítica frente a lo que nos gusta, es tomado como un ataque personal. Pensamiento dicotómico, le dicen.

Pero si es así el panorama, ¿Vivimos enclaustrados en un proceso del cual no podemos escapar? ¿Es esto intrínsecamente «malo»? No estamos en posición de decidir si es bueno o malo, es lo que nos ha tocado vivir. Quizás la salida es estar atentos y permanentemente dar cuenta de ello: asumir que los contenidos que consumimos nos definen, muestran lo que somos,  lo que pensamos y conversamos, el lugar que tenemos en el mundo y como nos vemos a nosotros mismos. Quizás sea imposible escapar de la estructura, pero al menos podemos ser menos cínicos con nosotros mismos y entender que existen otras maneras de situarse en el gran escenario, no siempre junto a todo al elenco estelar, sino desde la utilería, viendo como los tramoyistas ilusionan a todos.