Charlatanería dospuntocero

Una de los recuerdos más vívidos que tengo de Lima, a partir de mis primeras incursiones en solitario de los últimos años de mi niñez, es la emoción que me significaba ver algo que no podía apreciar usualmente en la periferia que vivía: calles abarrotadas de gente que iba y venía, viendo escaparates, comiendo alguna chuchería al paso o comprando alguna oferta de turno. Aún puedo rememorar las sensaciones al ver las tiendas de zapatos, husmear en los cines (Que en ese entonces no tenían las infames y poco privadas salas múltiples) o percibir los olores de los puestos de comida ambulante. Observaba angustiado y maravillado, que casi toda la gente parecía preocupadamente apurada, haciéndotelo saber con cada golpe de hombro en el omóplato, o si uno no era privilegiado con una estatura superior al promedio, con un buen golpe en la medio en la frente, medio en la sien. Un permanente llamado de atención anónimo y comunitario, para que estuvieras atento a lo que pasaba y no te distrajeras en disquisiciones metafísicas ni cojudeces por el estilo. Allí lo que valía era lo puntual, lo que sucedía en ese momento, sino te pasaba por encima el tren.

Recuerdo también pasar muchos ratos, al resguardo de una esquina en la Avenida Emancipación, observando con atención los cuidados a los que los transeúntes sometían sus pertenencias o adquisiciones recientes, sorteando vendedores ambulantes, arrebatadores y Datsun manejados por quienes siempre tuvieron problemas para la nemotecnia basada en los colores. El «Centro» fue el lugar de intercambio comercial por excelencia en la década de 1980; no sé si todavía seguía siendo el mini Perú de la frase de Valdelomar, pero sí que uno sentía que allí había de todo y para todos. Y pasaba algo genial: todavía no existían los actuales «malls», y parte de la construcción de identidad a través del consumo a través del crédito no era  la norma general.

Lima, Paseo Colón. Circa 1980. Imagen tomada de http://fokuslimonta.wordpress.com

Disfrutaba cada paseo por esas calles, allí uno aprendía a enfrentarse a los avatares de la vida en cursos acelerados de cuatro o cinco cuadras; se construía, en vivo y en directo, algo que años después me enteraría que Bourdieu llamaba «habitus». Sin embargo, había una puesta en escena por la cual sentía absoluta fascinación, mucho más que todo lo anterior, algo que me dejaba siempre embelesado por lo teatral, efectista e inútil en cuanto a resultados, al menos para los observadores. Siempre la situación era idéntica: un círculo de gente agolpada bajo motu propio, apretujándose y empinándose para tratar de ver mejor al charlatán callejero de turno, no importaba si lo que se ofrecía eran pequeñas antenas aéreas a colocarse sobre los televisores, algún menjunje exótico para el tratamiento de problemas podológicos dramáticamente extremos o algún otro artificio por el estilo . Cada uno hacía lo que podía para no perderse palabra alguna y entender todos los beneficios e instrucciones de uso, que eran descritos con detalle y siempre barnizados con algunos términos cuasi científicos.

Cuando podía, me detenía a mirar cómo lograban capturar a los observantes con un discurso puramente de forma, repetitivo y demagógico, cómo existían colaboradores entre el público que aportaban a la causa u otros, más avezados, que aprovechaban la aglomeración para sustraer monederos, cortar fondos de carteras o abrir cierres de mochila, con habilidad pasmosa y excelente sincronía frente a la catarata verbal del anunciante. Era un encantamiento morboso que me llevaba a reconocer las extraordinarias habilidades serpentinas de los ladrones, a indignarme por el aprovechamiento de los pobres incautos llevados allí por su curiosidad, pasando por el miedo de ser descubierto por los perpetradores. Alguna que otra vez, recuerdo haber puesto pies en polvorosa, debido a miradas amenazantes de personajes algo intimidantes para alguien que recién entraba a la pubertad.

Hoy, cuando ya ha corrido mucha agua bajo el puente, no es tan frecuente encontrar charlatanes vendiendo artilugios callejeros con tanto escándalo ni como colectividad seguimos siendo tan inocentes como para que nos despojen de ese modo. Sin embargo, algunas sensaciones regresan en las situaciones menos pensadas; y esta (Que debo reconocer como muy particular y desagradable), mezcla de curiosidad, sorpresa y resquemor frente a la facilidad de algunos para vender productos inútiles, la predisposición de otros para dejarse embelesar por discurso tan artificioso como vacío, y la capacidad de terceros para aprovechar la mucha curiosidad y escasa reflexividad; retorna cuando en Twitter o Facebook uno se entera que existen «expertos» en construir listas autorreferenciales de personajes influyentes, imbuidas de algoritmos débilmente elaborados, se escriben sendos artículos sobre la importancia inestimable de las «las redes sociales» para influir en la esfera pública, se desarrollan manifiestos sobre la necesidad de la inversión pública para tener mejor velocidad de Internet en lugares donde no hay maestros o se tiene una posta medianamente habilitada, o más surrealista aún, cuando se postulan métodos cuantitativamente seudocientíficos para predecir resultados electorales, a partir del conteo de términos en la redacción de los «tuiteros».

Es divertido, hay que reconocerlo, sufrir la lectura de cómo se construyen ideas y fundamentos seudo técnicos a partir de estos ejercicios, observar cómo entre la multitud aparecen interlocutores «independientes» que llaman la atención sobre la utilidad de estos productos y, finalmente, automáticamente sentir que no están despojando de algo distinto a cada uno, en nuestra propia cara virtual. La cómica mezcla de argumentación que desvirtúa conceptos como mejor se les acomoda, junto a la justificación a través de algoritmos espurios y discursos falaces, sin basamentos medianamente rigurosos con una capacidad argumentativa, recuerdan las argumentaciones de Tres Patines frente al Tremendo Juez. Un chiste sepia.

Quizás estas impresiones no sean más que sospechas sumamente particulares. Acaso no nos están dando gato por liebre o de repente, y en serio, algo de cierto hay en toda esta parafernalia apabullante y repetitiva. Pero para alguien que, lo confieso, luego de ahorrar propinas, viajar emocionado y  apretujado en los micros de la época, se encontró con la frustración de haber comprado una antenita que no servía ni de adorno, no puede creer así nomás que sea verdad tanta belleza ni que esta charlatanería simplona no sea más que un burdo engañamuchachos.