Felizmente no tenemos un outsider, ¿No?

Uno de los temas recurrentes en todos los procesos electorales peruanos, incluyendo el que viene el próximo año, es la discusión en torno a la aparición del «outsider». Desde finales de la década de 1980 se ha podido ver que, fuera de la maraña de candidaturas «tradicionales», emergieron opciones que proponían alternativas que iban, o al menos lo parecían, a contrapié de lo propuesto por la medianía que siempre ha caracterizado nuestro pobre sistema político -¡Que no es clase!-, sus propuestas y sus debates.

Lamentablemente el concepto ha ido perdiendo su sentido inicial a través de la propagación y su uso indiscriminado por narradores de noticias, comunicadores, periodistas-opinólogos, que como sabemos no se caracterizan por informarse de la manera adecuada, sino más bien por repetir discursos con unas ganas de campeonato que harían sonrojar a cualquier loro superdotado. Ahora se aplica a cualquier actor político nuevo para los medios y sus voceros, sin tomar en cuenta las variables que realmente permiten describirlo.

Existe amplia literatura en torno a los políticos neófitos que aparecen en los procesos electorales latinoamericanos con cierta regularidad. La mayor parte de estos estudios ensayan una definición del outsider a través de dos criterios*:

1. Alguien que consigue obtener presencia política importante no a través de un partido tradicional, sino a través de uno nuevo o a partir de la conformación de un movimiento.

2. Son personajes sin experiencia previa en política o administración pública. Provienen de otros campos ajenos a la esfera pública.

A estos criterios para calificar a alguien como «outsider», habría que sumarle uno adicional, producto de nuestra experiencia electoral de los últimos años:

3. Promueven un discurso que cuestiona y busca cambiar o renovar el sistema político-económico dominante.

Esta última variable  es importante y nos permite afinar aún más el concepto y poder establecer claramente cuál candidato encaja en la descripción. Sirve además, para que no nos metan gato por liebre y evitemos caer en la nueva trampa marketera de autodenominarse «outsider» para diferenciarse de los otros candidatos cuando se es más de lo mismo.

Si aplicamos estos tres criterios a todas las candidaturas presentadas a la fecha, de cara a las elecciones presidenciales del 2016, podemos ver que ninguno encaja en el concepto. Los que lideran las encuestas en ningún modo, pero tampoco los nuevos candidatos, como Acuña; o los que están muy por debajo en las encuestas, como Verónika Mendoza o Julio Guzmán. En líneas generales, son candidatos que provienen de partido o movimientos con participaciones previas y que tienen experiencia en la gestión pública.

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Sucede lo mismo con el discurso antisistémico: Ninguno de los candidatos, a excepción de Mendoza, promueve un discurso que pueda calificarse como cuestionador. Con mayor o menor medida, las propuestas son similares y estás dirigidas a mantener el status quo, mantener el modelo económico y no efectuar mayores cambios a nivel político y social.

El caso de Julio Guzmán es paradigmático en el sentido del uso publicitario del concepto: la promoción se basa en mostrarlo como el «diferente» al resto, alguien que viene con ideas nuevas y que es intachable. El problema surge cuando se analizan las propuestas. También son más de lo mismo y no buscan generar mayores cambios, y menos aún muestra algunos atisbos de las posibles estrategias. Es un candidato con un equipo de marketing detrás con mucho uso de la imagen, pero con nula profundidad. ¿Eso basta para superar el 1% en las encuestas y alcanzar un lugar expectante? Para nada.

Habida cuenta del escenario y más allá de los disfuerzos mercadológicos, no tenemos outsiders. ¿Es eso bueno o malo? Depende del punto de vista. Por un lado, quizás para algunos es saludable que no aparezca un candidato con una propuesta que socave el esquema económico-político que les es favorable  -¿»No te bajes mi plan«, les suena?-. Para otros, quizás sea un signo más de desesperanza frente a un cambio real del sistema, confirmando las decepciones de Toledo y Humala, que, en un primer momento, se lanzaron como candidatos generadores de revoluciones reivindicativas y que terminaron funcionando bajo el piloto automático.

Para los que nos interesa la política como objeto de estudio, queda claro que no existe equilibrio alguno en el mapa electoral y que solo existe una manera de ver la política en el Perú: que seguiremos viviendo inmersos en una especie de discurso único que sataniza todo elemento cuestionador, no busca realmente innovar ni mejorar.  Sólo y exclusivamente desea mantenerse. Y eso sí que es preocupante.

 

*Sobre «outsiders» y los criterios para su definición, se utilizó el texto de Miguel Carreras: «PRESIDENTES OUTSIDERS Y MINISTROS NEÓFITOS: UN ANÁLISIS A TRAVÉS DEL EJEMPLO DE FUJIMORI», que sintetiza el debate en torno al tema. Se encuentra disponible en línea.

 

 

 

Procura revocarme más… O la democracia «Con todas las cremas»

Hace casi veinte años, en 1994, con el apoyo de la mayoría de representantes del «remozado» Congreso peruano, se aprobó una norma que tenía como finalidad establecer nuevos canales directos de participación de la ciudadanía en su interrelación con las autoridades más cercanas. Esta Ley, llamada de «Derechos de Participación y Control Ciudadanos», significó una apertura del sistema político ordenado «desde arriba», un cambio no menor en los procesos democráticos que continuaría con la promoción de los procesos de presupuesto participativo y Consejos de Coordinación Local y Regional (CCL – CCR) casi una década después, siempre desde la intencionalidad de fomentar avances en la construcción de mejores procesos de desarrollo democrático. Hecho que, a la luz de los sucedido en los últimos años, dista de ser una realidad.

Históricamente, al menos en términos teóricos, vivimos en una democracia del tipo «representativo», en la que se eligen autoridades a intervalos regulares, a nivel nacional y subnacional, delegándose ciertos poderes, prerrogativas y decisiones por un tiempo limitado, con las consecuentes responsabilidades de ley y, si fuera necesario, las sanciones correspondientes. Sin embargo, en las últimas décadas, con la introducción de estas alternativas de «promoción de la ciudadanía democrática», los peruanos tenemos una democracia que es casi un semi-cadáver exquisito que sobrevive con parches salonpas: es la vez representativa, participativa y directa, sin haberse consolidado siquiera alguna de ellas de manera real, siendo un buen caldo de cultivo para que de vez en cuando se piense en el borrón y cuenta nueva. Un buen ejemplo de esto, fue lo sucedido las últimas semanas en diversas radios y medios de la capital que utilizan la opinión de la ciudadanía como principal motor de ventas; de un día al otro y sin sustento aparente, se empezó a tocar el tema del cierre del congreso como alternativa política, y se convocaba a la ciudadanía a llamar y dar su punto de vista sobre el asunto, con resultados tan predecibles como injustificados.

Si a este escenario complicado y tambaleante, le sumamos el último y deslucido proceso de regionalización que sufrió el país ya entrado el nuevo siglo, que potencia grupos de poder para alcanzar el control económico-político casi absoluto de sus respectivos espacios y generador de condiciones aún más difíciles para las regiones tradicionalmente más pobres; no se puede ser optimista, vamos en camino a ser informalmente un país estadual. Al menos en lo relacionado a un avance en lo referido a la ansiada convivencia democrática.

Los resultados obtenidos en cuanto a las reformas políticas de fomento de la participación política,  son explicados por los analistas políticos de siempre con el sambenito de que la inexistencia de partidos políticos sólidos, no ayuda a que estas herramientas de participación cumplan con los objetivos que fueron planteados en su diseño inicial. Sin embargo, este argumento es falaz, habida cuenta que dichas inclusiones en la norma, correspondieron precisamente a la lectura de que los partidos políticos no canalizaban las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía, por lo que era necesario crear otros vehículos de participación en democracia. Entonces caemos en el dialelo, que sirve para escribir columnas de opinión o artículos en blogs, pero no para profundizar en las causas de sus fallas.

Recién ahora, luego de casi dos décadas, cuando la revocatoria es un proceso promovido en la capital y tal como sucedió con el «fenómeno del terrorismo», no sorprende que medios y actores políticos, dependiendo si están a favor o no del nuevo proceso de sufragio, la califiquen como un derecho democrático o como un artificio perverso para que los perdedores de procesos electorales puedan tomar venganza. A nivel de Lima, antes nadie había colocado el tema en la opinión pública, no obstante se habían llevado a cabo 7 procesos anteriores a nivel nacional (2 en el año 2005), buscando revocar a 3367 autoridades en total, con resultados disímiles que van desde el 71% de alcaldes y regidores revocados en 1997 a 46% en el 2009. (revisar texto en línea: Consultas populares de revocatoria 1997-2009 y nuevas elecciones municipales 2005-2010.– Lima: ONPE, 2010)

Sabiendo estas cifras es, al menos irónico, que recién al 2012 se cuestione la calidad de estas herramientas de democracia directa. Preocupa además, que no existan investigaciones desarrolladas al respecto, fuera de esfuerzos aislados a nivel privado y de los informes predominantemente cuantitativos de ONPE y JNE. Que la revocatoria podría haberse convertido en instrumento perverso utilizado por grupos de poder para desestabilizar el orden democrático, es un punto de partida interesante para el análisis, y los datos hasta ahora demostrarían que realmente no aportan de manera significativa a los procesos de mejora cualitativa de la democracia o la consolidación partidaria. Sin embargo, estos son aún elementos para el análisis y la reflexión. Lo que no es aceptable y le hace un flaco favor a nuestra vida democrática es que las autoridades cuestionadas de la municipalidad, deslicen la idea de que este proceso favorece la corrupción. El respeto debería partir precisamente por quienes fueron elegidos democráticamente para ejercer la autoridad, y no deslegitimarla cuando se cuestiona su permanencia en el cargo.

Independientemente del resultado de la revocatoria, y luego de terminado todo el carnaval francamente ridículo en el que se ha convertido esta campaña, de uno y otro lado,  sería interesante realizar una evaluación real de la influencia y consecuencias de la normativa. Discusión que sea el punto de partida para repensar qué tipo de democracia queremos construir: una con procesos y herramientas claras, que permitan la integración efectiva de la ciudadanía a la esfera pública, o si nos es útil esta democracia «con todas las cremas», que satisface todos los apetitos, pero que a largo plazo ha demostrado ser poco saludable.