La ciencia del Engaño (o como llegar a los medios y pasar como experto en pandemias)

Estos últimas días ha surgido un debate interesante en Twitter, sobre la ciencia, su utilidad y divulgación, así como quién puede calificarse o no como científico. Aquí algunas breves idea, a modo de ensayo y error, a partir de la observación participante de las diversas posiciones encontradas.

Paralelamente a la profundización de la pandemia, la ciencia y sus implicancias en la toma de decisiones estatales emergió como un tema a tener en cuenta en la discusión pública, avalada por medios y periodistas interesados en obtener respuestas a las preocupaciones en torno al crecimiento exponencial de los contagios y muertes por Coronavirus. En términos prácticos, pudimos ver la aparición de múltiples personajes que, a partir de su supuesta cientificidad, tenían algo que decir sobre la respuesta del Estado en materia sanitaria.

Esta necesidad de información no cubierta obligó a decisores políticos y comunicadores, a buscar a expertos que pudieran clarificar el escenario y orientar las acciones a seguir. Este caldo de cultivo, nunca mejor escrito, sirvió para que charlatanes y profesionales de diversas ramas, no necesariamente científicas en su método y resultados, fuera ungidos como expertos científicos en el control de epidemias. Curiosamente estos personajes, gestores de estadísticas y profesores de matemáticas entre otros, blandían como la piedra filosofal de su aporte a la recolección y presentación del dato. Sin más, porque como todos sabemos, el dato estadístico no miente, ya sabes. El dato estadístico es Dios y cualquiera que ose contradecirlo es un hereje amante de la ivermectina.

Presentar datos de manera ordenada impresionó de tal modo a propios y extraños, algo común en cualquier disciplina del conocimiento que se precie de serlo dicho sea de paso, tanto así que fueron colocados en un lugar preponderante frente a otros expertos con conocimientos y experiencia mucho más cercana al tema, incluso llegando a proponer directamente soluciones que no tomaban en cuenta el contexto de su aplicación* ni la utilidad real. Pero no nos confundamos, no queremos aquí disminuir la importancia de los datos, por el contrario, es c de común acuerdo que la data ordenada y sistematizada es un primer nivel de evidencia clave para la toma de decisiones, especialmente en políticas públicas. Sin embargo, de no analizarse de la manera adecuada ni construirse conocimiento al interrelacionarse con otras variables, quedan solamente en medios contaminantes (perdón por la broma involuntaria). Aquí se encuentra el error y la principal causa de lo dañino de estos personajes para la comprensión de la problemática en torno al enfrentamiento de la pandemia. El caso del profesor de matemáticas youtuber, con presencia sostenidas en medios de comunicación y respondiendo preguntas de cómo enfrentar la pandemia, es el mejor ejemplo para entender la superficialidad asumida por los medios de comunicación frente a a emergencia nacional y global.

En otras sociedades se conformaron equipos multidisciplinarios de científicos de toda índole, incluyendo las sociales**, para generar respuestas que abordaran las diversas caras que presenta nuestro más reciente fenómeno sanitario global. De haberlo hecho de este modo, y no quedarnos solamente en gráficos y propuestas efectistas, quizás se hubiera podido afrontar de mejor medida el impacto de las primera y segunda ola. La pandemia es un evento con múltiples características y consecuencias, y en dicha medida debería enfrentarse.

Las ciencias pueden aportar a la mejora de las condiciones de la población, no solo las vinculadas al estudio de salud física y mental, sino también a todos los aspectos que involucran la vida cotidiana y sus relaciones. Los seres humanos existimos a través de las interrelaciones sociales, la educación, la economía, los medios de comunicación, la tecnología, la política, etc., y cada uno de estos aspectos fueron afectados por el cambio social producto de la expansión de la pandemia, por lo que deberían ser igualmente atendidos. Sin embargo, para ello deberíamos compartir a nivel general qué es ser científico y quienes lo son, pero como hemos podido leer en discusiones sostenidas en Twitter en estos días, varios comunicadores que cumplen el rol de ser los principales intermediarios y articuladores entre las comunidades científicas y la sociedad, no tienen claro quién es quién ni tampoco qué es la ciencia. Lo ideal sería construir hacia adelante, pero para ello muchos de los intermediarios deberían tener claras sus definiciones.

Tampoco ayuda que algunas personas que estudian una ciencia o practican el método científico se crean habitantes privilegiados del Olimpo, pero eso es para otro post.


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* La propuesta del tracking personal a través de los celulares para rastrear a los contagiados en una sociedad desestructurada y sumamente informal como la peruana por suerte nunca se aceptó. Eso habría significado un gasto importante para el Estado que solo favorecería a privados, sin ningún valor público.

**Sí, las ciencias sociales son también ciencias. desde Saint Simon. Dale una leidita, no te hará daño y quizás te vuelva mejor persona.

De vuelta

Luego de varios años alejados, un par de campañas políticas y no sabemos cuántos presidentes, estamos de vuelta con el blog. Sabemos que estamos a destiempo (muy a destiempo) con las modas en estas tierras de hilos en Twitter, del clickbait y de hiperenlaces cada vez más absurdos y caóticos. Pero tozudos como siempre, utilizaremos nuestro tiempo libre para algo que no sea juegos de vídeo o series repetitivas.

Ah, lo olvidábamos: Regresamos con podcast, al mal paso hay que darle prisa.

Felizmente no tenemos un outsider, ¿No?

Uno de los temas recurrentes en todos los procesos electorales peruanos, incluyendo el que viene el próximo año, es la discusión en torno a la aparición del «outsider». Desde finales de la década de 1980 se ha podido ver que, fuera de la maraña de candidaturas «tradicionales», emergieron opciones que proponían alternativas que iban, o al menos lo parecían, a contrapié de lo propuesto por la medianía que siempre ha caracterizado nuestro pobre sistema político -¡Que no es clase!-, sus propuestas y sus debates.

Lamentablemente el concepto ha ido perdiendo su sentido inicial a través de la propagación y su uso indiscriminado por narradores de noticias, comunicadores, periodistas-opinólogos, que como sabemos no se caracterizan por informarse de la manera adecuada, sino más bien por repetir discursos con unas ganas de campeonato que harían sonrojar a cualquier loro superdotado. Ahora se aplica a cualquier actor político nuevo para los medios y sus voceros, sin tomar en cuenta las variables que realmente permiten describirlo.

Existe amplia literatura en torno a los políticos neófitos que aparecen en los procesos electorales latinoamericanos con cierta regularidad. La mayor parte de estos estudios ensayan una definición del outsider a través de dos criterios*:

1. Alguien que consigue obtener presencia política importante no a través de un partido tradicional, sino a través de uno nuevo o a partir de la conformación de un movimiento.

2. Son personajes sin experiencia previa en política o administración pública. Provienen de otros campos ajenos a la esfera pública.

A estos criterios para calificar a alguien como «outsider», habría que sumarle uno adicional, producto de nuestra experiencia electoral de los últimos años:

3. Promueven un discurso que cuestiona y busca cambiar o renovar el sistema político-económico dominante.

Esta última variable  es importante y nos permite afinar aún más el concepto y poder establecer claramente cuál candidato encaja en la descripción. Sirve además, para que no nos metan gato por liebre y evitemos caer en la nueva trampa marketera de autodenominarse «outsider» para diferenciarse de los otros candidatos cuando se es más de lo mismo.

Si aplicamos estos tres criterios a todas las candidaturas presentadas a la fecha, de cara a las elecciones presidenciales del 2016, podemos ver que ninguno encaja en el concepto. Los que lideran las encuestas en ningún modo, pero tampoco los nuevos candidatos, como Acuña; o los que están muy por debajo en las encuestas, como Verónika Mendoza o Julio Guzmán. En líneas generales, son candidatos que provienen de partido o movimientos con participaciones previas y que tienen experiencia en la gestión pública.

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Sucede lo mismo con el discurso antisistémico: Ninguno de los candidatos, a excepción de Mendoza, promueve un discurso que pueda calificarse como cuestionador. Con mayor o menor medida, las propuestas son similares y estás dirigidas a mantener el status quo, mantener el modelo económico y no efectuar mayores cambios a nivel político y social.

El caso de Julio Guzmán es paradigmático en el sentido del uso publicitario del concepto: la promoción se basa en mostrarlo como el «diferente» al resto, alguien que viene con ideas nuevas y que es intachable. El problema surge cuando se analizan las propuestas. También son más de lo mismo y no buscan generar mayores cambios, y menos aún muestra algunos atisbos de las posibles estrategias. Es un candidato con un equipo de marketing detrás con mucho uso de la imagen, pero con nula profundidad. ¿Eso basta para superar el 1% en las encuestas y alcanzar un lugar expectante? Para nada.

Habida cuenta del escenario y más allá de los disfuerzos mercadológicos, no tenemos outsiders. ¿Es eso bueno o malo? Depende del punto de vista. Por un lado, quizás para algunos es saludable que no aparezca un candidato con una propuesta que socave el esquema económico-político que les es favorable  -¿»No te bajes mi plan«, les suena?-. Para otros, quizás sea un signo más de desesperanza frente a un cambio real del sistema, confirmando las decepciones de Toledo y Humala, que, en un primer momento, se lanzaron como candidatos generadores de revoluciones reivindicativas y que terminaron funcionando bajo el piloto automático.

Para los que nos interesa la política como objeto de estudio, queda claro que no existe equilibrio alguno en el mapa electoral y que solo existe una manera de ver la política en el Perú: que seguiremos viviendo inmersos en una especie de discurso único que sataniza todo elemento cuestionador, no busca realmente innovar ni mejorar.  Sólo y exclusivamente desea mantenerse. Y eso sí que es preocupante.

 

*Sobre «outsiders» y los criterios para su definición, se utilizó el texto de Miguel Carreras: «PRESIDENTES OUTSIDERS Y MINISTROS NEÓFITOS: UN ANÁLISIS A TRAVÉS DEL EJEMPLO DE FUJIMORI», que sintetiza el debate en torno al tema. Se encuentra disponible en línea.

 

 

 

Autorregulación vía autos

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Un nuevo publireportaje artículo en el Diario El Comercio (Lima, la ciudad de la furia, 1/08/2015, A8) nos lleva a otro pequeño post sobre tecnología y sociedad, esta vez relacionado al comportamiento humano.

Dejando de lado el uso de encuestas, realizadas por la propia empresa protagonista del artículo, para indicarnos la realidad (?), llama la atención la propuesta (de venta) de GPS para controlar y vigilar no solo la posición del automóvil, sino también el comportamiento del conductor.

Según ellos el GPS «básicamente recolectará datos sobre manejo para conocer el estilo de manejo de la ciudad»  (Lorenzo Giordanelli, promotor de la propuesta e-Call acá, a través de la empresa Tracklink),  para «reducir en 15% los accidentes de tránsito mediante la autorregulación del manejo», ¿De dónde sale ese 15%?, quién sabe, hacia el final de la nota salen datos que dicen ser de la Eurocámara, que, cómo sabemos la «realidad europea»es idéntica a la «realidad peruana».

Mencionan también que el sistema alertará cuando haya un accidente (la propuesta europea), pero sin mencionar que no es parte de la propuesta mencionada, tracklink lleva la recolección de datos bastante más allá datos, lo que parece ser el verdadero negocio detrás de esto ya que esa información podría pasar a las aseguradoras a cambio de «beneficios» para el conductor. Qué pueden hacer y no hacer con tus datos no es mencionado por ningún lado, pero suponemos que estará en el contrato que se firme.

Luego de la larga introducción vamos al punto, la «autorregulación». Nos quieren hacer creer que la agencia en este tipo de conductas, en este caso, está en uno mismo y no en el GPS y la promesa de una menor póliza de seguros para los que manejen «bien».

Utilizaremos un ejemplo simple para entender porque esto es un error. Latour (1992) utliza los cinturones de seguridad en automóviles para notar cómo la tecnología nos condiciona y modifica comportamientos.

Uno lo puede usar porque lo considera seguro o por temor a la multa del policía (en el caso peruano y su «uso» en los choferes de transporte público se trata claramente de lo segundo) pero si no lo usa habrá un pitido que no parará hasta que se lo ponga.  Acá el autor cuestiona, a través de la moralidad, dónde está lo que motiva su uso:

«Where is the morality? In me, a human driver, dominated by the mindless power of an artifact? Or in the artifact forcing me, a mindless human, to obey the law that I freely accepted when I get my driver’s license? Of course, I could have put on my seat belt before the light flashed and the alarm sounded, incorporating in my own self the good behavior that everyone— the car, the law, the police—expected of me.»

Llevándolo al tema del GPS y el monitoreo del auto, esta llamada autorregulación, si funcionase, sería en realidad un comportamiento modificado por una combinación de, principalmente, dos factores: el primero es el ya mencionado monitoreo vía GPS; el segundo, relacionado al primero, la posibilidad de pagar una menor de prima de seguro por un «buen manejo». Si hablásemos de respetar las leyes podríamos decir que hay una autoregulación, pero no en el caso de un premio o castigo por cómo uno maneja, como este caso.

El que luego esto pueda ser incorporado como algo propio e independiente de los dos factores mencionados no cambia el hecho de que la tecnología es un factor que influye en nuestro comportamiento y en la sociedad.

Lectura recomendada:
Bruno Latour, Where are the Missing Masses

 

 

 

Tecnología transparente

Hay que educarlos para que aprendan a usar la tecnología correctamente

Hace unos días leí un artículo publicado en el comercio sobre «ciudades inteligentes» que, bien al estilo del diario, incluye un ranking hecho por una institución extranjera (obviamente sin mencionar la metodología) (Lima es 103 para quien le interese) y con la intención de vender ya que se le da más espacio a los consultados de IBM y no a otros profesionales.

Más allá de lo que diga sobre cómo es o debe ser una «ciudad inteligente» en estas épocas grandes épocas de innovación que no sabemos bien ni qué es ni cómo medir (podrá ser tema de otro post) y tantas tecnologías disruptivas (?) el artículo termina con una frase de Sophie Perdriset, líder de Ciudadanía Corporativa de IBM.

«la tecnología es por naturaleza inclusiva y transparente. Pero si los que la usan no lo son y buscan incluir a todos los involucrados (…) difícilmente servirá de algo la modernización de su infraestructura tecnológica»

-El Comercio, A10, 4 de Julio del 2015

El problema con esta afirmación es que la tecnología no es transparente o neutral. Esta frase implica cierta confusión, para ella, aparentemente, la tecnología es un ente aparte que se desarrolla en los laboratorios y empresas y lo que se haga con ella es solo «culpa» de las personas sin tomar en consideración el diseño de ésta. Si sirve o no es culpa de los demás y no de nosotros.

Tal vez su mundo ideal sea uno en el que la tecnología guíe el desarrolle de las sociedad (determinismo tecnológico) en el que ellos desarrollan sus ideas, las presentan y solucionan los problemas del mundo ganando mucho $$ en el camino.

Como esto es solo una pequeña reflexión a partir de una frase y no se han usado referencias les recomiendo leer, si les interesa, un artículo y un libro:

Do artifacts have politics? de Langdon Winner

The Social Construction of Facts and Artifacts de Bijker y Pinch

En la misma nota hay una mención interesante a las instituciones públicas como parte del problema (Municipios y Ministerios) pero eso será otro mini post.

Charlatanería dospuntocero

Una de los recuerdos más vívidos que tengo de Lima, a partir de mis primeras incursiones en solitario de los últimos años de mi niñez, es la emoción que me significaba ver algo que no podía apreciar usualmente en la periferia que vivía: calles abarrotadas de gente que iba y venía, viendo escaparates, comiendo alguna chuchería al paso o comprando alguna oferta de turno. Aún puedo rememorar las sensaciones al ver las tiendas de zapatos, husmear en los cines (Que en ese entonces no tenían las infames y poco privadas salas múltiples) o percibir los olores de los puestos de comida ambulante. Observaba angustiado y maravillado, que casi toda la gente parecía preocupadamente apurada, haciéndotelo saber con cada golpe de hombro en el omóplato, o si uno no era privilegiado con una estatura superior al promedio, con un buen golpe en la medio en la frente, medio en la sien. Un permanente llamado de atención anónimo y comunitario, para que estuvieras atento a lo que pasaba y no te distrajeras en disquisiciones metafísicas ni cojudeces por el estilo. Allí lo que valía era lo puntual, lo que sucedía en ese momento, sino te pasaba por encima el tren.

Recuerdo también pasar muchos ratos, al resguardo de una esquina en la Avenida Emancipación, observando con atención los cuidados a los que los transeúntes sometían sus pertenencias o adquisiciones recientes, sorteando vendedores ambulantes, arrebatadores y Datsun manejados por quienes siempre tuvieron problemas para la nemotecnia basada en los colores. El «Centro» fue el lugar de intercambio comercial por excelencia en la década de 1980; no sé si todavía seguía siendo el mini Perú de la frase de Valdelomar, pero sí que uno sentía que allí había de todo y para todos. Y pasaba algo genial: todavía no existían los actuales «malls», y parte de la construcción de identidad a través del consumo a través del crédito no era  la norma general.

Lima, Paseo Colón. Circa 1980. Imagen tomada de http://fokuslimonta.wordpress.com

Disfrutaba cada paseo por esas calles, allí uno aprendía a enfrentarse a los avatares de la vida en cursos acelerados de cuatro o cinco cuadras; se construía, en vivo y en directo, algo que años después me enteraría que Bourdieu llamaba «habitus». Sin embargo, había una puesta en escena por la cual sentía absoluta fascinación, mucho más que todo lo anterior, algo que me dejaba siempre embelesado por lo teatral, efectista e inútil en cuanto a resultados, al menos para los observadores. Siempre la situación era idéntica: un círculo de gente agolpada bajo motu propio, apretujándose y empinándose para tratar de ver mejor al charlatán callejero de turno, no importaba si lo que se ofrecía eran pequeñas antenas aéreas a colocarse sobre los televisores, algún menjunje exótico para el tratamiento de problemas podológicos dramáticamente extremos o algún otro artificio por el estilo . Cada uno hacía lo que podía para no perderse palabra alguna y entender todos los beneficios e instrucciones de uso, que eran descritos con detalle y siempre barnizados con algunos términos cuasi científicos.

Cuando podía, me detenía a mirar cómo lograban capturar a los observantes con un discurso puramente de forma, repetitivo y demagógico, cómo existían colaboradores entre el público que aportaban a la causa u otros, más avezados, que aprovechaban la aglomeración para sustraer monederos, cortar fondos de carteras o abrir cierres de mochila, con habilidad pasmosa y excelente sincronía frente a la catarata verbal del anunciante. Era un encantamiento morboso que me llevaba a reconocer las extraordinarias habilidades serpentinas de los ladrones, a indignarme por el aprovechamiento de los pobres incautos llevados allí por su curiosidad, pasando por el miedo de ser descubierto por los perpetradores. Alguna que otra vez, recuerdo haber puesto pies en polvorosa, debido a miradas amenazantes de personajes algo intimidantes para alguien que recién entraba a la pubertad.

Hoy, cuando ya ha corrido mucha agua bajo el puente, no es tan frecuente encontrar charlatanes vendiendo artilugios callejeros con tanto escándalo ni como colectividad seguimos siendo tan inocentes como para que nos despojen de ese modo. Sin embargo, algunas sensaciones regresan en las situaciones menos pensadas; y esta (Que debo reconocer como muy particular y desagradable), mezcla de curiosidad, sorpresa y resquemor frente a la facilidad de algunos para vender productos inútiles, la predisposición de otros para dejarse embelesar por discurso tan artificioso como vacío, y la capacidad de terceros para aprovechar la mucha curiosidad y escasa reflexividad; retorna cuando en Twitter o Facebook uno se entera que existen «expertos» en construir listas autorreferenciales de personajes influyentes, imbuidas de algoritmos débilmente elaborados, se escriben sendos artículos sobre la importancia inestimable de las «las redes sociales» para influir en la esfera pública, se desarrollan manifiestos sobre la necesidad de la inversión pública para tener mejor velocidad de Internet en lugares donde no hay maestros o se tiene una posta medianamente habilitada, o más surrealista aún, cuando se postulan métodos cuantitativamente seudocientíficos para predecir resultados electorales, a partir del conteo de términos en la redacción de los «tuiteros».

Es divertido, hay que reconocerlo, sufrir la lectura de cómo se construyen ideas y fundamentos seudo técnicos a partir de estos ejercicios, observar cómo entre la multitud aparecen interlocutores «independientes» que llaman la atención sobre la utilidad de estos productos y, finalmente, automáticamente sentir que no están despojando de algo distinto a cada uno, en nuestra propia cara virtual. La cómica mezcla de argumentación que desvirtúa conceptos como mejor se les acomoda, junto a la justificación a través de algoritmos espurios y discursos falaces, sin basamentos medianamente rigurosos con una capacidad argumentativa, recuerdan las argumentaciones de Tres Patines frente al Tremendo Juez. Un chiste sepia.

Quizás estas impresiones no sean más que sospechas sumamente particulares. Acaso no nos están dando gato por liebre o de repente, y en serio, algo de cierto hay en toda esta parafernalia apabullante y repetitiva. Pero para alguien que, lo confieso, luego de ahorrar propinas, viajar emocionado y  apretujado en los micros de la época, se encontró con la frustración de haber comprado una antenita que no servía ni de adorno, no puede creer así nomás que sea verdad tanta belleza ni que esta charlatanería simplona no sea más que un burdo engañamuchachos.

Procura revocarme más… O la democracia «Con todas las cremas»

Hace casi veinte años, en 1994, con el apoyo de la mayoría de representantes del «remozado» Congreso peruano, se aprobó una norma que tenía como finalidad establecer nuevos canales directos de participación de la ciudadanía en su interrelación con las autoridades más cercanas. Esta Ley, llamada de «Derechos de Participación y Control Ciudadanos», significó una apertura del sistema político ordenado «desde arriba», un cambio no menor en los procesos democráticos que continuaría con la promoción de los procesos de presupuesto participativo y Consejos de Coordinación Local y Regional (CCL – CCR) casi una década después, siempre desde la intencionalidad de fomentar avances en la construcción de mejores procesos de desarrollo democrático. Hecho que, a la luz de los sucedido en los últimos años, dista de ser una realidad.

Históricamente, al menos en términos teóricos, vivimos en una democracia del tipo «representativo», en la que se eligen autoridades a intervalos regulares, a nivel nacional y subnacional, delegándose ciertos poderes, prerrogativas y decisiones por un tiempo limitado, con las consecuentes responsabilidades de ley y, si fuera necesario, las sanciones correspondientes. Sin embargo, en las últimas décadas, con la introducción de estas alternativas de «promoción de la ciudadanía democrática», los peruanos tenemos una democracia que es casi un semi-cadáver exquisito que sobrevive con parches salonpas: es la vez representativa, participativa y directa, sin haberse consolidado siquiera alguna de ellas de manera real, siendo un buen caldo de cultivo para que de vez en cuando se piense en el borrón y cuenta nueva. Un buen ejemplo de esto, fue lo sucedido las últimas semanas en diversas radios y medios de la capital que utilizan la opinión de la ciudadanía como principal motor de ventas; de un día al otro y sin sustento aparente, se empezó a tocar el tema del cierre del congreso como alternativa política, y se convocaba a la ciudadanía a llamar y dar su punto de vista sobre el asunto, con resultados tan predecibles como injustificados.

Si a este escenario complicado y tambaleante, le sumamos el último y deslucido proceso de regionalización que sufrió el país ya entrado el nuevo siglo, que potencia grupos de poder para alcanzar el control económico-político casi absoluto de sus respectivos espacios y generador de condiciones aún más difíciles para las regiones tradicionalmente más pobres; no se puede ser optimista, vamos en camino a ser informalmente un país estadual. Al menos en lo relacionado a un avance en lo referido a la ansiada convivencia democrática.

Los resultados obtenidos en cuanto a las reformas políticas de fomento de la participación política,  son explicados por los analistas políticos de siempre con el sambenito de que la inexistencia de partidos políticos sólidos, no ayuda a que estas herramientas de participación cumplan con los objetivos que fueron planteados en su diseño inicial. Sin embargo, este argumento es falaz, habida cuenta que dichas inclusiones en la norma, correspondieron precisamente a la lectura de que los partidos políticos no canalizaban las necesidades y aspiraciones de la ciudadanía, por lo que era necesario crear otros vehículos de participación en democracia. Entonces caemos en el dialelo, que sirve para escribir columnas de opinión o artículos en blogs, pero no para profundizar en las causas de sus fallas.

Recién ahora, luego de casi dos décadas, cuando la revocatoria es un proceso promovido en la capital y tal como sucedió con el «fenómeno del terrorismo», no sorprende que medios y actores políticos, dependiendo si están a favor o no del nuevo proceso de sufragio, la califiquen como un derecho democrático o como un artificio perverso para que los perdedores de procesos electorales puedan tomar venganza. A nivel de Lima, antes nadie había colocado el tema en la opinión pública, no obstante se habían llevado a cabo 7 procesos anteriores a nivel nacional (2 en el año 2005), buscando revocar a 3367 autoridades en total, con resultados disímiles que van desde el 71% de alcaldes y regidores revocados en 1997 a 46% en el 2009. (revisar texto en línea: Consultas populares de revocatoria 1997-2009 y nuevas elecciones municipales 2005-2010.– Lima: ONPE, 2010)

Sabiendo estas cifras es, al menos irónico, que recién al 2012 se cuestione la calidad de estas herramientas de democracia directa. Preocupa además, que no existan investigaciones desarrolladas al respecto, fuera de esfuerzos aislados a nivel privado y de los informes predominantemente cuantitativos de ONPE y JNE. Que la revocatoria podría haberse convertido en instrumento perverso utilizado por grupos de poder para desestabilizar el orden democrático, es un punto de partida interesante para el análisis, y los datos hasta ahora demostrarían que realmente no aportan de manera significativa a los procesos de mejora cualitativa de la democracia o la consolidación partidaria. Sin embargo, estos son aún elementos para el análisis y la reflexión. Lo que no es aceptable y le hace un flaco favor a nuestra vida democrática es que las autoridades cuestionadas de la municipalidad, deslicen la idea de que este proceso favorece la corrupción. El respeto debería partir precisamente por quienes fueron elegidos democráticamente para ejercer la autoridad, y no deslegitimarla cuando se cuestiona su permanencia en el cargo.

Independientemente del resultado de la revocatoria, y luego de terminado todo el carnaval francamente ridículo en el que se ha convertido esta campaña, de uno y otro lado,  sería interesante realizar una evaluación real de la influencia y consecuencias de la normativa. Discusión que sea el punto de partida para repensar qué tipo de democracia queremos construir: una con procesos y herramientas claras, que permitan la integración efectiva de la ciudadanía a la esfera pública, o si nos es útil esta democracia «con todas las cremas», que satisface todos los apetitos, pero que a largo plazo ha demostrado ser poco saludable.

La verdad del valor (o ética para gente con tiempo libre)

Desde hace algunas semanas, en uno de los canales de señal abierta del país, se emite el programa «El Valor de la verdad», aplicando un formato ya utilizado y desechado en otros países, cuya mecánica está dedicada a que en cada emisión sabatina, una persona, supuestamente conectada a un polígrafo, se someta voluntariamente a un cuestionario sobre preguntas vinculadas a su vida íntima, ya no privada. Por cada pregunta validada como verdadera por el «detector de mentiras’, el o la concursante incrementa un pozo de miles de soles. Como es usual en este tipo de programas, el premio crece sustancialmente conforme se van sucedientdo las preguntas, que también se  incrementan en cuanto a la profundidad de información que se desea obtener. Es como una «Quisiera ser millonario», pero sin tanto dinero y con preguntas cuya respuesta sólo conoce a cabalidad el entrevistado. La única diferencia, radica en el que no se  muestra el saber que se puede acumular, sino lo que las personas esconderían frente a su entorno.

Se han dicho de todo, fuera y aquí, sobre este programa franquiciado. Sin embargo, es interesante analizar todo el escenario. Pero para afectuarlo, tenemos que partir de un ejercicio de buena fe, diametralmente opuesto a quienes conciben y emiten este programa (elemento que será explicado más adelante): asumamos que existe el polígrafo, que no sufre manipulación alguna, y que ni el conductor ni los concursantes ni su familia actúan. Demos por supuesto también, que los exámenes previos a los concursantes no son amañados, que éstos no han llegado a ningún acuerdo previo con los productores y que contaron todas las cosas escabrosas que luego les son consultadas.

¿Porqué asumir esto y no cuestionar esta primera «verdad»? Porque en realidad es irrelevante si toda la puesta en escena es falsa o si es real. No importa discutir esto, porque hacerlo significa entrar a la dinámica perversa que el propio programa promueve: asumir que existe una sola verdad, al estilo mesiánico, y que existe alguien en capacidad de develarla, sin importar los medios a utilizarla, ya sea a través del dinero o la capacidad de convencimiento para que los implicados cambien sus versiones; y sin analizar si realmente es una «verdad», digamos fríamente, con alguna utilidad o consecuencia positiva. Descubrir si lo manifestado es real, en cuánto sucedió, no cambia nada el tratamiento y la conceptualización de «verdad» que se formula en el programa sabatino.

Luego de dar por obviada la inútil y perniciosa disyuntiva sobre si es «real’ o no lo que  se muestra en el programa, entremos a un tema más interesante, aunque curiosamente poco valorado: la conceptualización ética de la cuestión. «El valor de la verdad», desde el título pone en relieve. obviamente,  la mirada mercantilista sobre lo que se desea hacer. Los hechos personales terminan siendo objetos de intercambio por dinero, en detrimento de la protección de la vida personal e íntima. Los concursantes comercian trozos aislados de su vida íntima, poco a poco y de manera secuencial, sin tomar en cuenta contextos o situaciones particulares. Parte del paquete mercadológico de la verdad, corresponde a los familiares que colaboran vendiendo su malestar, indignación y sorpresa frente al conocimiento de las acciones censurables de sus seres queridos. Y tienen que ser censurables, no obstante la postura open minded siempre puesta como escudo por el conductor, paradójicamente conservador a más no poder, porque de otro modo no se crea valor monetario (léase: atención de los televidentes y «rating») con ello. Si los concursantes confesaran que durante las noches se escapan a colaborar en un asilo para ancianos o que donan parte de su sueldo para patrocinar un niño huérfano, no es tan atractivo para el mercado del morbo televisivo, como confesar experiencias homosexuales, que no devolverían dinero encontrado accidentalmente o que a cambio de dinero (¡Otra vez!) se otorgan favores sexuales.

El conductor del programa, Beto Ortiz ha hecho el esfuerzo por dar un mensaje en cuanta oportunidad de entrevista ha tenido, para afirmar que su programa es poco menos que   instrumento de liberación para quienes participan en él. La verdad como instrumento de  liberación,al estilo bíblico, y de este modo, se facilita el tiempo y espacio para que frente a sus familias y amigos, puedan reconciliarse con ellos y consigo mismos. Es decir, el comunicador casi efectúa ayuda social, a medio camino entre un psicoanalista comprometido y un líder religioso, que te da la absolución y te resuelve conflictos interiores, con el adicional de irte regalado con una suma interesante de dinero. Una especie de Freud de nuevo cuño con una Laura Bozzo circunspecta, sin «que pase el desgraciado’ y sin su argentino al lado.

La verdad, entonces, sale calculadamente a borbotones, en una especie de  mini cónclave de seudo-patricios dirigidos por un conductor-emperador. Desde su tribuna moral-psicológica, arremeten luego de cada pregunta, dándo ánimos al paciente-centro de la atención para que siga con la terapia televisiva.  De este modo, según el razonamiento de Ortiz, sale a flote lo que es REAL, lo que es cierto, LA VERDAD. Así todos se reconcilian en este simulacro de comisión de la verdad de la vida privada y los padres, hermanos y novios, se van tranquilos al saber de dónde salía el dinero que la hija cada tanto trae a casa. La verdad cumplió su objetivo y al conocerla, se liberaron.

¿Pero es esto cierto? ¿Es esta LA VERDAD? Nadie con mínima capacidad de razonamiento lógico, se dará cuenta de que la única verdad que surge de este contexto, es que se le puso un precio, y por lo tanto, se banalizó. Para llegar a lo verdadero vale tanto el fin como los medios: que una prostituta le diga a su familia lo que hace a cambio de dinero, es seguir prostituyéndose, sólo que ahora comercia lo único que le quedaba como suyo:la vida privada. En este contexto, ¿Puede existir reconciliación real, si se instrumentaliza el proceso? Si la respuesta a esto es negativa, ¿No cuenta también como verdad?

Sin caer en el perspectivismo de Ortega y Gasset, o en la conceptualización de la verdad nietzcheana, queremos creer que existen tantas verdades como personas, pero siempre válidas a partir de su «utilidad» para generar conocimiento.  Volvamos al tema ético, a partir de este marco: es necesario preguntarse sobre la utilidad, para el público televidente,  de conocer que un desconocido mantiene relaciones homosexuales eventuales o si un profesor coquetea con sus alumnas ¿Sirve para algo, más allá de si es cierto o no? ¿Es esa la verdad que tanto pondera Ortiz? Nuestra verdad es que no, no genera absolutamente nada, más allá de la consabida satisfacción del morbo y la proyección de lo que no queremos reconocer como propio.

Entonces tenemos una versión excluyente y mediatizada de la verdad, convirtiéndola en un objeto de intercambio monetario y, por lo tanto, paradójicamente extrayéndole toda posible utilidad que pudiera reconocerse. Abunda el interés por el retorno económico aquí y el único «bien» que escasea, es la ética frente al rol de los medios, cómo éstos asumen el papel como agentes emisores de mensajes. Esto suena a cantaleta, tildada de moralina por las principales figuras de los medios, pero también es otra verdad que debería cantárseles en la cara. Esto recuerda a aquella periodista local que responde de manera negativa, ofuscada y furiosa, cuando un joven colega suyo, le preguntó si el periodismo debe educar. Nada más conservador y poco responsable que afirmar esa idea. La comunicación -así como el periodismo- no deberían educar, pero si lo hacen, al transmitir modelos y concepciones del mundo a un público ávido de chatarra y morbo. Aquí el objetivo de un programa como «El valor de la verdad», es que unos vendan, otros paguen por ello y todos los televidentes compren un visión particular y comercial de la «verdad», colocándola como producto comercial e, irónicamente, privándola de valor alguno. Entretener por entretener no es intrínsecamente malo, pero si es perverso disfrazar el entretenimiento como «ayuda».

Y esto es una verdad, con tanto valor como cualquier otra.

La guerra de los clones

(O reflexiones somnolientas en torno al gusto, la identidad y Games of Thrones)

Todos somos producto de la influencia del entorno, todos sin excepción. Nuestro modo de pensar, lo que deseamos, la manera de vestirnos, las amistades que mantenemos o descartamos, los programas que vemos y lo libros que (no) leemos, etc. Nada escapa de la influencia de la sociedad en las decisiones de cada uno de nosotros y en lo que nos gusta.

Nada de esto es novedad, la influencia de la estructura social en el gusto, ha sido materia de estudio por investigadores de la talla de Bourdieu o Foucault: El gusto aglutina, discrimina y, sobre todo, «crea» identidad. Somos lo que nos gusta y (especialmente) somos lo que odiamos. Basta poner algo de  atención a nuestras conversaciones cotidianas, aguzar el oído en el bus o leer lo publicado en todos los instrumentos mediáticos que actualmente tenemos a nuestra disposición, para darnos cuenta que en la sociedad notablemente marcada por el consumo en la que vivimos, lo que «compramos», es lo que nos define.

Si esto lo llevamos al plano cultural, el problema (científicamente hablando) es que lo  «comprado», a través de una volición lógicamente basada en nuestros gustos, no es otra cosa que un conjunto de productos elaborados para estandarizar nuestras referencias culturales, valga la redundancia. Desde que existe la primera revolución industrial, ése ha sido el objetivo, no estamos diciendo nada nuevo. La variable que actualmente amplifica la cobertura de todo el proceso es la capacidad multimediática de creadores de estos contenidos, que invaden todos los espacios posibles con el mismo mensaje tendencioso: «Esto es lo bueno»; y que son refrendados, cual misioneros esforzadamente aplicados, por quienes los consumen.  De esta manera se crea una categoría de lo socialmente aceptable, a lo que todos nos plegamos, sin el menor viso de reflexión en torno a ello.

Puede ser el último capítulo de «Game of Thrones», la última sesión de lucha de la UFC o la disposición de comidas en un «food court» , son productos que desde su concepción tienen la finalidad de gustar a casi todos, o por lo menos a la mayoría. Quienes no caen bajo el influjo marketero, no caen subyugados por el supuesto encanto de su belleza y señalan tal objetivo, son etiquetados como «haters» que no saben apreciar lo que es bueno. Y es que antes el entorno cercano era el espacio donde se definía la pertenencia a través del gusto, ocupando las influencias externas un segundo lugar; ahora, como es obvio, los roles se invirtieron.  Son los referentes que encontramos en los medios audiovisuales y, especialmente, en las (erróneamente) llamadas «redes sociales»,  quienes orientan nuestras decisiones en cuanto a lo que nos gusta y lo que no, encontrando allí muchas cajas de resonancia que se retroalimentan constantemente y nos machacan que estamos en el camino correcto, que nuestros gustos son los adecuados y que los que disienten, están equivocados y lo único que buscan es desestabilizar el sistema. Hemos llegado al extremo de constituir nuestra identidad sobre lo que consumimos, que cualquier crítica frente a lo que nos gusta, es tomado como un ataque personal. Pensamiento dicotómico, le dicen.

Pero si es así el panorama, ¿Vivimos enclaustrados en un proceso del cual no podemos escapar? ¿Es esto intrínsecamente «malo»? No estamos en posición de decidir si es bueno o malo, es lo que nos ha tocado vivir. Quizás la salida es estar atentos y permanentemente dar cuenta de ello: asumir que los contenidos que consumimos nos definen, muestran lo que somos,  lo que pensamos y conversamos, el lugar que tenemos en el mundo y como nos vemos a nosotros mismos. Quizás sea imposible escapar de la estructura, pero al menos podemos ser menos cínicos con nosotros mismos y entender que existen otras maneras de situarse en el gran escenario, no siempre junto a todo al elenco estelar, sino desde la utilería, viendo como los tramoyistas ilusionan a todos.

Vendiendo humo (A propósito del «Día del Community Manager»)

Hace algunas semanas  mantuve una minúscula conversación, vía chat, que me quedó dando vueltas en la cabeza. El tema central fue el nuevo trabajo que había asumido mi interlocutor como parte de su desarrollo profesional: ser, cito literalmente, «Community Manager de una institución privada». Luego de las felicitaciones pertinentes, hice el comentario sarcástico respectivo, tal como lo espera la gente que me conoce: «Ah, o sea tienes que actualizar estados en Facebook y escribir algunas cosas en Twitter». Grande fue mi sorpresa al recibir una respuesta que fue distinta a lo esperado, ya saben que cuando se es sarcástico la mayor parte de las ocasiones las reacciones no son muy amistosas: «No. Estás equivocado, no sólo es actualizar Facebook y Twitter, también involucra actualizar estados en Tuenti, Linkedin, Identi.ca; colgar videos en Youtube, fotos en Flickr. ¡Es más complicado de lo que piensas!».

La respuesta, que me provocó un buen dolor de espalda debido a la caída provocada por su singularidad, me llevó a reflexionar un poco sobre la capacidad de la gente para comerse cualquier cuento del dospuntocerismo, la venta de humo al por mayor y la reforma del mercado laboral. Como cualquiera en la misma posición, llegué a la conclusión de que cualquier profesión u oficio es definido, en cierta medida,  por la actividad que realiza. Es decir, un periodista investiga, redacta y publica, un escritor lee y escribe, un gasfitero repara cañerías, etc; sin importar el medio sobre el cual se apoya para hacerlo. Si un publicista redacta, su actividad es la redacción creativa, pero nunca deja de ser publicista. Especie y sub-especie, vamos, es darwinismo básico. Entonces, para criticar con fundamento, mientras intercambiaba opiniones en ciertos espacios, me propuse investigar un poco sobre cuáles sería las supuestas actividades que conformarían el quehacer profesional de un CM. Y bueno, tal como lo esperaba, me estrellé con una pared.

Libro de cabecera de cualquier CM que se respete

Un CM hace exactamente lo que pensé al escribir mi comentario malintencionado del inicio: «representa» una marca en las (mal llamadas) redes sociales, «gestionando» su presencia e intercambiando información con usuarios o comentaristas (podrán ver algunas definiciones teñidas de jerga creada ad hoc para la promoción del tema aquí, aquí y aquí). Si analizamos una a una sus funciones, un CM cumple el mismo papel que un relacionista público o un representante de servicio técnico, sólo que llevado al ámbito electrónico, condicionando sus estrategias o mensajes a decisiones tomadas en ámbitos administrativos o departamentos de mercadeo. De este modo, un encargado de relaciones públicas puede dar visto bueno sobre los mensajes de una campaña, aprobar el texto de una afiche, decidir el color del local que aloja a la empresa y redactar los mensajes de la página de FB institucional, sin que por ello sea publicista, corrector de estilo, pintor de casas y CM; todo al mismo tiempo.

Entonces, ¿Por qué romper la analogía e investir a una actividad concreta y puntual de tanta importancia y cualidades técnico-gerenciales, cuando no lo es tanto? ¿Por qué tanta gente vende la idea y otra se come el cuento (algunos con tanto apetito que hace disminuir las esperanzas en la humanidad? ¿A quién beneficia la instauración del comiúnitimanagerismo? ¿Para qué celebrarle un día? Las respuestas se caen de obvias. No es una afán de mejorar las condiciones de relación entre las marcas/empresas/políticos y los consumidores o prosélitos, nada más falso. Tampoco es dinamizar el mercado de trabajo, incorporando el componente electrónico en la ecuación, falso también. Menos aún, potenciar el aporte de los prosumidores, eso es onanismo 2.0.

Atentos asistentes a un curso de comiúnitimanagerismo en una universidad local

El quid del asunto es el lucro, el simple y deseado lucro. Promover la superdiversificación de actividades, convirtiéndolas en oficios, supone un incremento de aficionados consumidores de mensajes, blogs, libros, revistas, videos, conferencias, cursos y licenciaturas producidas por gurús que ven incrementadas sus arcas y prestigio con cada incauto que acepta como verdad incuestionable cada uno de sus mensajes mesiánicos. Ganar dinero no tiene nada de malo, y si se hace en grandes cantidades menos aún, el punto central aquí es el curioso fenómeno que crea beneficios de la nada, a través de la charlatanería de algunos y el borreguismo de otros.

El mercado laboral, bajo la influencia creciente de los nuevos medios, exige innovación y cambios, es cierto. Pero no a manos de autodenominados expertos internacionales ni sus interesados émulos a nivel local; con ello se creará una burbuja que en cualquier momento explotará. Es el libre espíritu hacker de innovación, traicionado por el más simplón mercantilismo, que toma su disfraz  y lo utiliza.

Dios los coja tuiteando, a ver si no enteramos todos.

PS: Felizmente, todavía algunas personas aún piensan distinto: aquíaquí.